miércoles, 3 de septiembre de 2014

6.

Y la vida cambió.
Volvimos con la doctora Pérez. Le pregunté si después de los nueve meses mi vida iba a volver a la normalidad y me dijo que no. De hecho, a partir de aquél momento se comenzó a complicar.
En primer lugar había que comunicarle a los padres la noticia. Luego había que buscar dónde vivir y a prepararse para la llegada del bebé. Claro que todo esto suena muy fácil aquí escrito, pero fue terriblemente complicado. Hasta eso, los padres de ambos lados lo tomaron muy bien y con más ilusión que decepción. Todos acogieron la idea de un posible nieto. Yo quería una hija. Solo para darles en la madre. Me gustan los chicos, no me gusta tratar a las niñas como muñecas, y por eso quería una hija, para que no fuera una muñeca, para enseñarle lo que no me habían enseñado, para aconsejarla y que no fuera una pusilánime como yo. Una noche soñé con ella. Soñé con una niña de cabello muy negro y lacio, fleco y ojos verdes como los de mi suegro. Era muy blanca y cachetona. Nada más alejado de la realidad. Mi bebé nació con los cabellos rizados café oscuro -un tono entre el de su padre y el mío-, unos enormes ojos cafés oscuro y con piel color café con leche como la mía.
Encontrar hogar fue más difícil. Buscamos por zonas y por precios. Primero en los periódicos y luego en las colonias. Yo me negué rotundamente a vivir con los papás de Rafael. No en vano había vivido toda mi vida con mis abuelos experimentando a través de mi madre lo que era vivir con los suegros y por primera y tal vez única vez en mi vida experimenté en cabeza ajena y decidí dejar pasar la oportunidad, gracias. Buscamos en la Del Valle, la Nápoles, La Condesa, la Roma y San Pedro de los Pinos. Finalmente nos decidimos por precio y por zona por un departamento bastante tétrico en Baja California, en la Hipódromo Condesa. Obsesionada como estaba por mi tesis el lugar me encantó. Así, en su sentido literal de encantamiento. El edifico en ruinas tenía un marcado estilo Decó. El barandal en hierro negro con círculos en las esquinas, triángulos a lo largo entre dos líneas paralelas lo delataba. Por fuera parecía una pequeña réplica del edifico donde estaba el cine Hipódromo, pero terriblemente descuidado, de un rosa ajado, igual que una flor marchita y sobre-expuesta al sol.
El departamento estaba en lo que podría considerarse el primer piso, subiendo las escaleras que aparecían en cuanto se abría la puerta. El suelo estaba cubierto con un linóleo francamente horrendo. Las paredes del pasillo con un tapiz indudablemente antiguo y sanguinario: sobre un fondo que no se sabía bien si era beige sucio  o gris deslavado y flotando sobre la nada, unos cazadores a caballo seguían a unos galgos con ojos desorbitados e inyectados y lenguas de fuera que a su vez perseguían a unos pobres zorros con los pelos erizados. La sala tenía un sitio hendido que parecía una chimenea y los antiguos inquilinos habían tenido a bien forrarlo con papel de envoltura de ladrillos, ¿por qué no? Había unas lamparitas que hacían juego en la decoración: una justo arriba de la puerta al entrar y la otra a media sala. Eran mini candelabros con muchas "gotitas" de vidrio colgando de una base dorada. Muy a lo Gatsby región 48.
La recámara era enorme. Tenía un par de ventanas que daban a a la calle y al anuncio luminoso del restaurante de comida china que quedaba debajo. Una ventana se encontraba más al fondo que la otra, dejando un espacio en el que yo vi perfecta la cuna.
El baño era muy lindo. Era pequeño. La ventana con vidrios antiguos y esmerilados daba al cubo. Estaba cubierto con mosaicos blancos y azul marinos haciendo un perfecto ajedrez en el suelo. Tenía una enorme tina de porcelana antigua, circa 40s y muebles de baño de la misma época. Era mi lugar favorito. Le entraba luz perfecta.
El otro lado del pasillo no cubierto por papel tapiz sostenía una gran ventana de vidrio igual al del baño que no se abría. También estaba hendido, Rafael decidió que ahí se podía empotrar una banca y colocar una mesa para hacer un comedor.
Luego seguía la cocina. Lo único original de ahí era la tarja, la mesa de picar y la alacena. Era muy grande y también daba al cubo. Su ventana casi llegaba al techo y sí, era de vidrio esmerilado. Pero al contrario del baño que recibía muy buena luz, la cocina requería de la luz del foco una vez pasada la hora de la comida.
Y al fondo estaba el cuarto mágico. El cuarto que decidí sería para el bebé. Ese cuarto era muy grande también. Estaba cubierto por otro papel tapiz que recuerdo grisáceo. Tenía un clóset a la derecha. Y una ventana justo enfrente de la puerta, en la pared de enfrente. Era muy simple en comparación al resto de los cuartos. Pero detrás de esa ventana que estaba enrejada había un jardín que nunca supimos de dónde era, pues por afuera no se veía. Era un jardín abandonado, con muchas plantas que crecían en desorden. Había una palmera y hojas grandes como de hule o colorín, había flores y enredaderas. Era como asomarse al mundo de Aura de Carlos Fuentes. Recordándolo ahora, no sé cómo no morí de terror en esos días.
Pero supongo que parte del encanto del departamento era justo eso, lo horrible que era. Me ofrecía la oportunidad de renovarlo y dejarlo hermoso. Y entonces decidimos rentarlo. La dueña era una vieja alcohólica que vivía en el último piso. Solo bajaba para cobrar la renta y vivía con su hijo o su sobrino, nunca me quedó claro: un solterón mayor de 40 años, alto y jorobado, de cabello café claro y lentes. Muy amable e infinitamente paciente con su parienta. A veces él bajaba a cobrar la renta, cuando la vieja estaba demasiado ebria para siquiera asomarse. Nuestra vecina era la señora Paty. También sobrina de la vieja y su réplica veinte años más joven. Blanca, de ojos verdes muy claros y casi transparentes, de cabellos rubio sucio, era muy amable. Había visto tiempos mejores. Me aconsejó comprar una buena lavadora de una buena vez por todas. -Si esperas a tiempos mejores, créeme no tiene caso. Compra lo mejor ahora. Estos son los mejores tiempos.
Y con voz de profeta, nos dio la bienvenida.
No habitamos aquél espacio de inmediato. Primero nos dedicamos a renovarlo. Mi panza era enorme y estorbosa, pero yo trabajaba. Todas las mañanas mi papá me llevaba al trabajo a dar clases hasta que ya no pude más. Por las tardes iba al departamento a trabajar un rato. Junto con Rafael mojábamos el papel tapiz del terror y con mucho gusto lo arrancábamos. Cuando terminamos, Rafael llevó a sus trabajadores a que aplicaran tirol aplastado en las paredes y luego las pintamos de blanco. Se hizo la luz.
También quitamos el linóleo mugriento y vimos el asqueroso pegamento negro que habían usado. Lo bueno de haber vivido con un ingeniero es que consigue todo lo necesario para arreglar cualquier desperfecto. Consiguió una pulidora de pisos que dejó al descubierto un hermoso y antiguo parquet de madera. Nos quedamos con la boca abierta cuando vimos aquello. El departamento había sido hermoso, como quizá su dueña lo había sido en su ya muy lejana juventud. Había un faltante de maderitas justo frente a la entrada del baño. Eso se reparó rápida y fácilmente. Ya se iba apreciando la transformación. Las recámaras y la sala tenían duela verdadera. La cocina tenía mosaico verde pistacho en el suelo, suave y agradable. Después Rafael compró la madera, la cortó, la pulió y la pegó para hacer la banca del comedor. Mi padre solía tener planes y proyectos y así se quedaban. Rafael siempre los aterrizaba. Eso me gustaba. Puso un par de repisas sobre la pared de la esquina y compramos un par de sillas para el otro lado de la mesa. Mandó hacer una base de hierro al que le dio un tratamiento de patina para que se viera viejo y compró un enorme vidrio grueso y así quedó el comedor.
La cocina requirió de un refrigerador nuevo. Su hermana nos prestó una pequeña estufa medio mal trecha. Aprendí a no abrir la ventana tras haber visto de cerca la sonrisa maligna de una rata. Prefería prender el foco.
El cuarto del bebé quedó relegado por un tiempo. Mientras no llegara no urgía. Además iba a dormir con nosotros un buen rato. Todavía no teníamos ni cuna. No tenía caso mover nada.
Compramos un enorme ropero para la recámara. Usamos los cajones para la ropa y el espacio de en medio para la televisión. Por muy Decó que el edificio y la zona fueran, nosotros estábamos en 1994.
Lo último que decoramos fue la sala. No quise "una sala" fui y compré los sillones que me gustaron. Uno grande en el que cabían como cuatro personas era morado, de vini-piel y de lo más cómodo. El otro era como una hamaca rellena con una estructura de la que se colgaba y era para una persona. Y estaba la banca. La banca se la había robado Rafael de un parque y le había agregado bandas de madera a las patas de hierro forjado. Compramos un jarrón verde y los llenamos con alcatraces de papel. Nos regalaron macetas de hojas grandes y verdes. "Venenosas" insistía mi suegro. En lo que había sido "la chimenea" Rafael empotró una tabla gruesa y le acondicionó una luz. Más arriba empotró más tablones y fueron repisas-librero. Era mi espacio para trabajar. Ahí se fue a vivir mi máquina de escribir que se convirtió luego en mi primera PC. Me compré una silla de madera con asiento de paja y respaldo de colibrí chupando una flor. La ventana estaba a un lado y le entraba perfecta luz. La casa quedó lista una semana antes de que mi hija llegara al mundo.

lunes, 7 de julio de 2014

5.

Realmente disfrutaba mucho mi iniciación a la sexualidad. Con eso de que cada quien vivía con sus padres, nos la pasábamos de hotel en hotel por toda la ciudad, por Tlalpan, Viaducto y ya. En una ocasión, y nada ajeno a lo que después sería nuestra costumbre, y debido a nuestros genios intensos y desenfrenados, Rafael y yo nos peleamos y terminamos de una vez por todas con todo. Lo mandé al cuerno, él me mando, ya ni sé. Se acabó. Punto final.
Y entonces se murió la mamá de Darío, uno de los mejores amigos de Rafael. La fueron a enterrar al Panteón Dolores, cerca de mi casa, terriblemente cerca. Cuando aquél sábado, domingo, de enero de 1994 tocaron a medio día y bajé a abrir nunca esperé ver a un Rafael con los ojos llorosos y terriblemente arrepentido frente a mí y mucho menos recibir aquel abrazo como si al otro día se fuera a acabar el mundo. Se abalanzó sobre mí como un enorme oso que me fuera a comer, pero solo se sumergió en mí llorando y pidiéndome perdón. Yo no tenía la menor idea de lo que pasaba, solo recibía los abrazos, las caricias y los besos entre emocionada y sorprendida, esperando una explicación en cualquier momento. Y sí, subimos a mi casa y ahí en la puerta otra vez me abrazó y me besó. No recuerdo cómo acabamos en un hotel horrendo, gris y terriblemente triste de Tacubaya. La tristeza, la desesperación, el darse cuenta que no me quería perder, todo, se mezcló en un cocktail de deseo que requería satisfacción inmediata y por eso no buscamos más lejos.
Ahí dimos rienda suelta a una pasión que de por sí sentíamos, más la ausencia de días en los que habíamos estado enojados, más la desesperación que él sentía en ese momento. No llegamos ni a la cama. Fue salvaje. Tan salvaje y loco y desesperado estaba Rafael que no usó condón. Y yo estaba tan deseosa que no lo exigí, pero fue el sexo más maravilloso en toda mi vida. Fue tan espontáneo y sin pensar, que lo disfruté como nunca. En un momento sentí luces, divisiones, algo extraño y dulce y delicioso al mismo tiempo. Pasó.
En la semana me dediqué a lo que me dedicaba: daba clases en la mañana en el Colegio Preparatoria Córdoba entre semana, iba a clases de Crítica los miércoles en la tarde a la facultad, iba los sábados al IFAL a estudiar seis horas de francés y en mis tiempos libres hacía ejercicio constante. Pero de repente estaba muy cansada, me costaba trabajo concentrarme y empecé a engordar.
Una mañana mi madre me dijo con toda la autoridad, -Estás embarazada, ¿verdad?- y yo contesté más asqueada que indignada, -Claro que no. ¿De dónde sacas eso?
Yo no le ocultaba a mi madre mi vida. No la discutía con ella, pero no era hipócrita. Yo era liberada, estudiaba en la Facultad de Filosofía y Letras, había sido dos veces becada por el Seminario Interdisciplinario de Escritura Femenina y era de las estudiantes más brillantes y promisorias de la facultad, tenía un diploma con uno de los mejores promedios y estaba contemplada para irme becada a Inglaterra. El matrimonio no estaba en mis planes, mucho menos un bebé.
-Hace unos días que debías tener tu kuky y no te ha llegado.
En la familia le decimos kuky a lo que el resto del mundo le dice "la regla". Para mí "la regla" es algo extraño y foráneo. El caso es que llevaba días de retraso, cierto, pero nunca había sido regular, así que yo no le prestaba la menor atención. Me extrañaba y me molestaba que mi madre me llevara las cuentas de algo tan personal. Pero, resultó que tenía razón. En efecto, estaba embarazada. Le comenté a Rafael, compramos un indicador y no se marcó ligeramente, se marcó con decisión, en rosa magenta, pero bueno, esas cosas se equivocan. Necesitaba un ginecólogo. Para variar mi madre me consiguió uno que le habían recomendado mis eternas tías. Era un tipo antipático en el Hospital Inglés que tenía el consultorio decorado con cosas caras. Cuando llegué diciéndole cómo me sentía lo primero que me espetó, fue, -¡No, usted no se puede sentir así! O sea no. Lo odié. ¿Con qué confianza iba a poner mi vida, la de un bebé en sus manos? Lo mandé al cuerno.
Como buena feminista recurrí al periódico fem y busqué una ginecóloga que supiera de entrada cómo funciona y cómo siente el cuerpo de una mujer. La encontré más cerca de la casa de Rafael que de la mía. Su nombre me inspiró confianza, se llamaba, Adriana Pérez, como una de mis mejores amigas. Y en persona era un encanto. Su consultorio era modesto, pero limpio y amigable y cobraba según los ingresos de cada paciente. Me exploró, me hizo preguntas, hacía caras y finalmente sacó un indicador de apariencia más profesional que el que vendían en el supermercado, pero indicador al fin y al cabo. Me pidió que orinara en él y que si la cruz se pintaba siquiera ligeramente era que sí estaba embarazada. Me dijo, -Es lo único que falta para confirmar, todo parece indicar que sí.
No tardé mucho y cuando vi el indicador, de nuevo no se pintó ligeramente sino con intensidad. -No cabe duda-. Dijo la doctora, -Está embarazada.
El pavor me invadió, pero fingí que todo estaba bajo control y pregunté, -¿Y Ud. practica abortos?
Esta vez fue la doctora la que quiso controlar su terror ante mi pregunta y con calma me dijo, -No, yo no, aquí no. Si esa es su decisión, le sugiera buscar otro lugar, pero si decide conservar al bebé aquí le ofrecemos varias opciones.
Decidí buscar otro lugar.
Las amigas están en las buenas y en las malas. Una amiga me recomendó un médico que sí los practicaba. Lo fui a ver y me dijo cuánto cobraba. Rafael me había dicho que él me apoyaba en la decisión que yo tomara. Fue conmigo a ver a todos los doctores. Se propuso juntar el dinero. Cuando fuimos mi madre ya había amenazado al doctor y él me dijo que no pensaba realizar ninguna operación hasta que no la calmara. Hablé con mi madre, una de las mil veces que he hablado con ella al respecto para pedirle, rogarle, exigirle que no se metiera en mis asuntos, que había tomado mi decisión y que me dejara en paz. Aceptó.
Hice cita de nuevo y me la dieron en una semana. En esa semana aparecieron libros, artículos y mucho material de lectura en contra del aborto. Mi padre los había sembrado habilidosamente. Él sabía cómo llegarme. Leí todo y empecé a dudar de la certeza de mi decisión.
Llegó el día de la cita y esperé mi turno pacientemente. Como era un médico privado no recibían conforme ibas llegando, sino conforme te tocaba. Me recibieron a los cinco minutos que llegué. Me recibió el mismo doctor, más tranquilo y me pregunto si ya había decidido bien qué quería. Me senté muy derecha y le dije que sí, que traía el dinero y que estaba lista. Me dio una bata y me dijo que pasara a un pequeño vestidor a cambiarme. Me metí. El sito parecía un clóset. Era muy estrecho. Era color verde y había estantes grises y metálicos a la izquierda. No había ni un lugar para sentarse. Me quité la ropa, la doblé y la coloqué sobre un mueble que contenía cosas. Me puse la bata y de repente me quedé pensando. -¿Por qué creo que tengo derecho a tomar esta decisión? Hay tantas mujeres que no pueden concebir y yo con la mano en la cintura me deshago de este bebé. No, quiero tenerlo. Quiero tener al bebé, quiero saber quién se aferra tanto a esta vida. Me quité la bata, la doblé. Me volví a vestir y entré con el doctor que se quedó confundido. -No le pago nada. Le dije. -Me voy. Quiero a mi bebé. Lo siento. Y salí casi saltando. Le dije a Rafael que compraríamos la cuna con el dinero. Hoy en día, haciendo una reflexión, la verdad no sé si le dio gusto o lo fingió, pero su cara no fue de desagrado, retuvo su postura de apoyarme tomara la decisión que tomara.

viernes, 4 de julio de 2014

4.

Tenía que ser lejos de la probable mirada indiscreta de cualquier persona conocida. Rafael pasó por mí un día de fin de semana y nos fuimos en su carro. De repente ya no supe por dónde íbamos y hoy me cae el veinte de que siempre he sido excesivamente confiada, nunca, nunca, he desconfiado de nadie, nunca he creído que alguien me va a secuestrar o a dañar. El caso es que nos dirigimos hacia Cuernavaca. No llegamos hasta allá. Nos quedamos en un hotel de paso, de esos que están entrando en la carretera, en la parte cubierta de vegetación, como si fueran la parte de la mansión Díaz por donde salía el batimóvil. Casi no recuerdo el motel, pero entendí porque se llamaba motel. El automóvil entraba en un pequeño garaje debajo de un cuarto con una cama básicamente. Yo estaba toda tímida en aquél cuarto, y muy curiosa. Observaba la decoración y tomaba nota mental de todo aquello.
La colcha hacía juego con las cortinas sobrepuestas sobre otras cortinas más delgadas y diáfanas. (Me gusta esa palabra: "diáfana", le da un toque prístino a la narración de otro modo un tanto sórdido.) Era un estampado grande, de flores rojas y amarillas sobre fondo azul rey, muy ochentero, aunque ya estábamos a principios de los noventas. La atmósfera era cálida. La alfombra era mullida. La cama era enorme. Las ventanas también, de techo a piso, de pared a pared, pero perfectamente cubiertas. El clima era artificial, no era caliente ni frío, era agradable, como para no distraerse. Había un baño bonito, en porcelanato blanco, con muebles blancos, toallas blancas de muchos tamaños y unos pequeños jabones rosas muy sui generis. Había una jarra de agua y dos vasos dentro de botellas de plástico. Me serví agua y la tomé despacio. Me senté en la orilla de la cama. Golpeaba con mi botita el suelo en espera de algo. Observaba todo desde mi lugar y con el vaso en mis manos. Me había cortado el cabello como un muchacho, llevaba mis jeans, un sweater rojo sin mangas y con cuello de tortuga y una chamarra que mi hermano me había regalado en una Navidad. Nada sensual mi atuendo, más bien como si hubiera salido de clases. Rafael se acercó a mí en la cama. Me empezó a besar. Nunca he tenido problemas con eso. Siempre he disfrutado una buena sesión de besos y los labios gruesos de Rafael me gustaban mucho. Pero cuando empezó a mover la mano hacia otros territorios que permanecían dormidos en mi piel, me dio pavor. -No, no puedo-. Le dije aterrada. Fue comprensivo y no insistió, nos salimos a pesar de que había pagado lo que entonces -y creo que todavía hoy- era mucho dinero.
A la semana no salimos de la ciudad, fuimos a un hotel sobre viaducto, el OSLO. Entramos y no era tan bonito como el otro. Era más pequeño. Tenía los mismos jabones y aunque en menor escala, era básicamente lo mismo. Me pregunto si hay una clase en arquitectura y en decoración de interiores dedicada a hoteles de paso y moteles, se ve que siguen una línea, igual que las iglesias que se basan en una cruz y así. Rafael se sentó a mi lado, me empezó a besar y otra vez, al mover su mano lo quise detener. Entonces conocí lo que es la hormona fuerte de un hombre que ha estado aguantando mucho. -No, no me lo vuelves a hacer otra vez-. Me dijo con un dejo de violencia. Me asusté, pero con un grado de emoción. Y empezó la inauguración.
Al respecto había tenido experiencias, roces, fajes, intenseos, queveres, casi todo en ropa interior, pero me faltaba la definitiva. Iba por esa. Y entonces desee nunca haberme cortado el cabello. Quería tener una melena que sentir, con la cual cubrir. Pero bueno, me concentré. Me permití sentir y me permití más que gozar, no condenarme. Mi educación siempre fue mucho más allá de conservadora, mi madre era una ferviente protestante en un país dominado por el catolicismo, así que tenía que verse que en la familia sí respetábamos las enseñanzas bíblicas y por lo tanto todo era pecado y así era más fácil. Pero había tenido una maestra de psicología maravillosa que nos había dicho que el sexo era vida, que no era malo, que no era pecado. Digamos que me dio permiso. Y sentí, sentí y sentí. Y Dios, cómo sentí. Y fue glorioso y maravilloso y fuimos felices. Y entonces descubrí que yo me río. Otras gritan, otras se aferran con los puños a las sábanas, otras arañan, otras miran al cielo o bueno al techo, yo me río: es como si me hicieran muchas cosquillas. La felicidad es tanta que me río. Si no me río es que faltó. Y sé de las demás reacciones porque también las he tenido y las he visto en las películas o he leído de ellas. Y fue entonces que descubrí que me gustaba el sexo y mucho y quise dedicarme tiempo completo a saber todo de él. Rafael, estaba extasiado y dijo, -No le cuentes a nadie que no pude la segunda vez, tengo una reputación que cuidar.
-¿Bromeas? ¡No pienso contarle a nadie! Yo también tengo una reputación que cuidar.

miércoles, 2 de julio de 2014

3.

Así es como Rafael entró en mi vida. Así se fue instalando. Todavía no se divorciaba y ya salía de fijo conmigo. Íbamos a la Muestra Internacional de Cine en la Cineteca y la perseguíamos cuando se nos iba una película a donde fuera, a las salas de la UNAM, al Diana o a una sala por la salida a Cuernavaca. Aquél año se trató sobre la tolerancia o algo así. Las películas eran todas muy extrañas. Algunas entrañables. Pero todas eran una gran experiencia. Yo descubría el mundo a su lado. Terminaba la carrera y no quería entrar al mundo real. Quería seguirme con una maestría o pedir una beca a Inglaterra, pero no me atrevía a vivir sola y lejos. Estaba demasiado cuidada. Quería escribir más que nada en el mundo, pero no tenía material. Solo sabía cómo irme de la facultad a mi casa en metro y supongo que a nadie le interesa leer sobre eso a menos que pasen aventuras en el metro, pero entonces todavía no se inundaban las vías, la gente no se encueraba para protestar por el alza en el precio, bueno, ni siquiera se saltaban los torniquetes. Necesitaba más vida.
Yo era feliz saliendo al cine, a cenar, pero básicamente al cine.
Un día, antes de bajarnos para ver la película en turno, Rafael se acomodó en su auto y me dijo muy serio, -Tengo que decirte algo. Prefiero ser yo quien te lo diga y no que te enteres por alguien más.
Yo solo abrí los ojos muy grandes y me senté muy derecha en el auto.
-¿Te acuerdas de Cristina la esposa de Bucio?
¿Cómo olvidarla? La zorra aquella que años antes me había robado a mi primer novio Héctor.
-¡Claro! Contesté.
-Pues tiene problemas con su marido y anduvimos saliendo. Ella, un día me llamó y me dijo si la podía ver en una esquina. Cuando fui por ella llevaba un vestido transparente y le pregunté si quería ir a un hotel, pero yo quiero alguien para mí. No quiero ya nada con ella. Y ya estoy contigo.
-Bueno, si ya terminó todo, no le veo el problema.
Y entramos a ver la película.

Poco tiempo después, antes de entrar a otra película se volvió a quedar sentado y me soltó la consabida frase, -Siento que esta relación no avanza.
Yo y mi experiencia de viajante del metro no entendí de qué rayos hablaba, ¿a dónde quería que avanzara? No llevábamos ni un mes ¿y ya se quería casar? Creo que ni se había divorciado.
-¿Cómo?
-Pues sí, no veo que pase más allá de salir y besarnos.
-Pues tú no estás divorciado todavía, ¿qué quieres?
-Tienes razón. Tengo que arreglar eso.
Y lo arregló. Después fue más claro con lo que pretendía con que avanzara la relación y no, no se refería al matrimonio. Mi experiencia de viajar en el metro iba saliendo más allá.

lunes, 23 de junio de 2014

2

Llegué a casa en una nube y cuando abrí la puerta me recibió mi abuela enfurecida con un bofetón de realidad que paré antes de que ambas nos arrepintiéramos de tal gesto. Entiendo que nunca había hecho nada fuera de control y que todo esto tenía a la familia extrañada y nadie sabía qué hacer. Mi abuela me quería pegar, como lo habría hecho su madre en sus tiempos. Mi hermano estaba enojado y me lanzaba indirectas por mi escandaloso comportamiento. Yo me había limitado a platicar toda la noche, pero él no me creía. Dicen que el león cree que todos son de su condición. Yo tenía 26 años y era más inocente y virgen que las niñas católicas cuando hacen su Primera Comunión. No había modo de convencerlo. Muy su problema.
Mi madre me gritó no sé cuánta cosa. Finalmente mi padre me abrazó con calma y me dijo, -¡Qué bueno que estás bien!
Me explicaron que mi hermano había llegado y se había sorprendido que yo no había llegado. Había esperado y al ver que no llegaba ni hablaba ni nada, había hablado a la casa de Mónica para ver qué pasaba. Se asustó cuando le dijeron que había salido a la medianoche. En aquellos tiempos solo unos cuantos tenían celulares. Yo no era de esas personas. Mi hermano volvió a llamar y nadie sabía nada. También allá se empezaron a preocupar. Y entonces mi hermano preguntó, -¿Y su hijo es de confiar?
Obviamente el padre de aquél hijo, contestó indignado, -¿Y su hermana es de confiar?
Mi hermano llamó a mis papás a Cuernavaca que se regresaron de inmediato. Y mientras tanto, yo feliz en los brazos de aquél.
Estábamos en medio de aquella gran discusión cuando sonó el timbre. Nadie hizo caso. Al rato mi abuelo gritó, -¡Claudia, te hablan!
Mi siempre buena y oportuna amiga Gina había venido por mí porque habíamos quedado en que le iba a ayudar a acomodar sus cosas. Salí corriendo muy a pesar que mi madre estaba que se la llevaba no sé qué o quién.
Le di un gran abrazo a Gina y nos fuimos felices al metro. En el camino le conté lo que había pasado y por un lado se reía mucho y por el otro no me creía nada. Llegamos a su casa y nos pusimos a trabajar. Recuerdo la escoba, la jerga, la cubeta, agua, líquido para trapear y de repente estaba en la cama tendida de Gina rodeada de muchos peluches pequeños que me observaban como liliputienses a Guliver. -Te quedaste dormida-. Me dijo Gina. -Y puse a mis peluches a que te cuidaran. Nos reímos.
Volví a casa y me bañé.
En la noche llegó Rafael por mí.
Mi papá bajó a conocerlo con mi mamá.
En las escaleras mi mamá me dijo, -No me digas que ahora es tu novio.
Realmente no lo sabía, pero al parecer, de la noche a la mañana ya tenía novio.

viernes, 20 de junio de 2014

1.

Lo conocí un 1 de mayo en su casa en una exhibición de cine de Spike Lee. Lo recuerdo perfectamente. Fu extraño cuando lo vi porque tenía una aureola verde que no le he vuelto a ver a nadie. Me cayó bien y me gustó. Parecía muy alegre. Era el hermano de una amiga de la universidad que nos invitó a su casa a ver películas de Spike Lee, el director afroamericano que retrata todas esas problemáticas en New York. Realmente era una trampa para llevar amigas para que su hermano recién divorciado las conociera.
Ese día hubo verduras con aderezo Ranch, agua y toda una muy sana alimentación.
Él no se fijó en mí como primera opción. Le gustó más Janet. Salieron y a ella no le gustó. Se sentía incómoda. Ella me lo contó mientras caminábamos por un pasillo en la facultad. Me sentí feliz de saber que tenía el camino libre, solo faltaba que él se animara.
Se animó. Un sábado mis padres iban a una boda a Cuernavaca y mi hermano iba a la fiesta de su amigo Óscar. Óscar me había invitado personalmente. Yo había contestado el teléfono, Óscar me había reconocido y me había dicho, -Hoy hay una fiesta en mi casa. ¿Quieres venir? Dile a Marco que te traiga.
Pero mi hermano fue muy claro y muy categórico cuando me advirtió, -Óscar me dijo que te llevara a su fiesta, pero estás loca si crees que te voy a llevar. No vas a ir.
No entendí por qué. Óscar y yo nos llevábamos bien. Me llevaba bien con sus amigos del ITAM. El caso es que todos iban a salir menos yo. Me puse a lavar el baño y después, con el cabello tieso y azul por el polvo para lavarlo, me senté a ver la televisión. Estaba en eso cuando volvió a sonar el teléfono. Mi mamá se ponía los aretes, mi papá se ajustaba la corbata, mi hermano se ponía loción. Yo era la única que no tenía nada qué hacer. Me levanté a contestar. Extrañamente era para mí. Mónica me invitaba a una fiesta espontánea en su casa. Yo no sabía que decir. Me dijo, -Por supuesto que mi hermano va por ti y te lleva.
Era lo único que querían saber mis papás. Me dejaron ir. Entonces yo también tuve una razón para salir. Me metí a bañar. Recuerdo que el agua estaba helada. No me importó. No podía ir con el cabello azul. Tenía poco tiempo. Planché la blusa roja, un par de jeans y me puse los aretes de plata nuevos de bolita.
Estaba colocándome el segundo cuando mi abuelo gritó por la escalera, -¡Claudia! ¡Ahí te hablan!
Bajé corriendo las escaleras y luego en el pasillo me calmé y entré a la sala muy tranquila y sonriente. Él se levantó del sofá, me sonrió y se despidió amablemente de mis abuelos.
Nos subimos a su viejo y algo sucio auto azul. Era enorme. Eso era bueno porque yo era sumamente tímida y estaba casi adherida a la puerta mientras él me interrogaba.
Llegamos a su casa y entramos directo a un cuarto atrás de la casa al que él se refirió como "el cuarto de música". Ahí estaba mi amiga de la facultad y muchos desconocidos que eran sus amigos. Eran amistosos. Eran divertidos. Y de repente, ahí entre todos esos extraños surgió un rostro desagradablemente familiar.  -¡Cristina! ¿Qué haces aquí?
-¿Claudia? Mira, él es mi esposo Joaquín.
Era un tipo panzón, prieto, con un corte horrible y apestaba a cerveza. No se parecía en nada al novio alto, delgado, fuerte y muy amable que esa serpiente me había quitado años antes. ¿Por qué me la había venido a encontrar aquí? Procuré no sentarme cerca de ella, pero fuera de los anfitriones era la única otra persona a la que conocía y bueno, realmente no era tan mala persona. Esa noche hasta me cayó bien.
Rafael me rondaba por todas partes. De repente estaba yo sentada en un sillón y él a mis pies me cantaba canciones de Bob Dylan, de repente estaba yo en un sofá y él se tendía cuan largo era y colocaba su cabeza en mi regazo. Yo feliz.
Y así como había empezado esa fiesta así se acabó. De repente, a las 23.00 ya no había nadie. Solo estaba yo, con él, mi amiga y muchos vasos a medio llenar. --Te llevo. Me dijo y de nuevo en el carro azul aquél.
Era apenas medianoche y no quería llegar antes que todo el mundo. Nos quedamos platicando de nada y de todo en el carro. Creo que nos contamos nuestras vidas y de repente amaneció. Fuimos a Chapultepec y esperamos a que el Meridien abriera para desayunar. Rafael padecía de gastritis desde entonces. Después de desayunar me regresó a mi casa. Eran cerca de las 11.00.