Y la vida cambió.
Volvimos con la doctora Pérez. Le pregunté si después de los nueve meses mi vida iba a volver a la normalidad y me dijo que no. De hecho, a partir de aquél momento se comenzó a complicar.
En primer lugar había que comunicarle a los padres la noticia. Luego había que buscar dónde vivir y a prepararse para la llegada del bebé. Claro que todo esto suena muy fácil aquí escrito, pero fue terriblemente complicado. Hasta eso, los padres de ambos lados lo tomaron muy bien y con más ilusión que decepción. Todos acogieron la idea de un posible nieto. Yo quería una hija. Solo para darles en la madre. Me gustan los chicos, no me gusta tratar a las niñas como muñecas, y por eso quería una hija, para que no fuera una muñeca, para enseñarle lo que no me habían enseñado, para aconsejarla y que no fuera una pusilánime como yo. Una noche soñé con ella. Soñé con una niña de cabello muy negro y lacio, fleco y ojos verdes como los de mi suegro. Era muy blanca y cachetona. Nada más alejado de la realidad. Mi bebé nació con los cabellos rizados café oscuro -un tono entre el de su padre y el mío-, unos enormes ojos cafés oscuro y con piel color café con leche como la mía.
Encontrar hogar fue más difícil. Buscamos por zonas y por precios. Primero en los periódicos y luego en las colonias. Yo me negué rotundamente a vivir con los papás de Rafael. No en vano había vivido toda mi vida con mis abuelos experimentando a través de mi madre lo que era vivir con los suegros y por primera y tal vez única vez en mi vida experimenté en cabeza ajena y decidí dejar pasar la oportunidad, gracias. Buscamos en la Del Valle, la Nápoles, La Condesa, la Roma y San Pedro de los Pinos. Finalmente nos decidimos por precio y por zona por un departamento bastante tétrico en Baja California, en la Hipódromo Condesa. Obsesionada como estaba por mi tesis el lugar me encantó. Así, en su sentido literal de encantamiento. El edifico en ruinas tenía un marcado estilo Decó. El barandal en hierro negro con círculos en las esquinas, triángulos a lo largo entre dos líneas paralelas lo delataba. Por fuera parecía una pequeña réplica del edifico donde estaba el cine Hipódromo, pero terriblemente descuidado, de un rosa ajado, igual que una flor marchita y sobre-expuesta al sol.
El departamento estaba en lo que podría considerarse el primer piso, subiendo las escaleras que aparecían en cuanto se abría la puerta. El suelo estaba cubierto con un linóleo francamente horrendo. Las paredes del pasillo con un tapiz indudablemente antiguo y sanguinario: sobre un fondo que no se sabía bien si era beige sucio o gris deslavado y flotando sobre la nada, unos cazadores a caballo seguían a unos galgos con ojos desorbitados e inyectados y lenguas de fuera que a su vez perseguían a unos pobres zorros con los pelos erizados. La sala tenía un sitio hendido que parecía una chimenea y los antiguos inquilinos habían tenido a bien forrarlo con papel de envoltura de ladrillos, ¿por qué no? Había unas lamparitas que hacían juego en la decoración: una justo arriba de la puerta al entrar y la otra a media sala. Eran mini candelabros con muchas "gotitas" de vidrio colgando de una base dorada. Muy a lo Gatsby región 48.
La recámara era enorme. Tenía un par de ventanas que daban a a la calle y al anuncio luminoso del restaurante de comida china que quedaba debajo. Una ventana se encontraba más al fondo que la otra, dejando un espacio en el que yo vi perfecta la cuna.
El baño era muy lindo. Era pequeño. La ventana con vidrios antiguos y esmerilados daba al cubo. Estaba cubierto con mosaicos blancos y azul marinos haciendo un perfecto ajedrez en el suelo. Tenía una enorme tina de porcelana antigua, circa 40s y muebles de baño de la misma época. Era mi lugar favorito. Le entraba luz perfecta.
El otro lado del pasillo no cubierto por papel tapiz sostenía una gran ventana de vidrio igual al del baño que no se abría. También estaba hendido, Rafael decidió que ahí se podía empotrar una banca y colocar una mesa para hacer un comedor.
Luego seguía la cocina. Lo único original de ahí era la tarja, la mesa de picar y la alacena. Era muy grande y también daba al cubo. Su ventana casi llegaba al techo y sí, era de vidrio esmerilado. Pero al contrario del baño que recibía muy buena luz, la cocina requería de la luz del foco una vez pasada la hora de la comida.
Y al fondo estaba el cuarto mágico. El cuarto que decidí sería para el bebé. Ese cuarto era muy grande también. Estaba cubierto por otro papel tapiz que recuerdo grisáceo. Tenía un clóset a la derecha. Y una ventana justo enfrente de la puerta, en la pared de enfrente. Era muy simple en comparación al resto de los cuartos. Pero detrás de esa ventana que estaba enrejada había un jardín que nunca supimos de dónde era, pues por afuera no se veía. Era un jardín abandonado, con muchas plantas que crecían en desorden. Había una palmera y hojas grandes como de hule o colorín, había flores y enredaderas. Era como asomarse al mundo de Aura de Carlos Fuentes. Recordándolo ahora, no sé cómo no morí de terror en esos días.
Pero supongo que parte del encanto del departamento era justo eso, lo horrible que era. Me ofrecía la oportunidad de renovarlo y dejarlo hermoso. Y entonces decidimos rentarlo. La dueña era una vieja alcohólica que vivía en el último piso. Solo bajaba para cobrar la renta y vivía con su hijo o su sobrino, nunca me quedó claro: un solterón mayor de 40 años, alto y jorobado, de cabello café claro y lentes. Muy amable e infinitamente paciente con su parienta. A veces él bajaba a cobrar la renta, cuando la vieja estaba demasiado ebria para siquiera asomarse. Nuestra vecina era la señora Paty. También sobrina de la vieja y su réplica veinte años más joven. Blanca, de ojos verdes muy claros y casi transparentes, de cabellos rubio sucio, era muy amable. Había visto tiempos mejores. Me aconsejó comprar una buena lavadora de una buena vez por todas. -Si esperas a tiempos mejores, créeme no tiene caso. Compra lo mejor ahora. Estos son los mejores tiempos.
Y con voz de profeta, nos dio la bienvenida.
No habitamos aquél espacio de inmediato. Primero nos dedicamos a renovarlo. Mi panza era enorme y estorbosa, pero yo trabajaba. Todas las mañanas mi papá me llevaba al trabajo a dar clases hasta que ya no pude más. Por las tardes iba al departamento a trabajar un rato. Junto con Rafael mojábamos el papel tapiz del terror y con mucho gusto lo arrancábamos. Cuando terminamos, Rafael llevó a sus trabajadores a que aplicaran tirol aplastado en las paredes y luego las pintamos de blanco. Se hizo la luz.
También quitamos el linóleo mugriento y vimos el asqueroso pegamento negro que habían usado. Lo bueno de haber vivido con un ingeniero es que consigue todo lo necesario para arreglar cualquier desperfecto. Consiguió una pulidora de pisos que dejó al descubierto un hermoso y antiguo parquet de madera. Nos quedamos con la boca abierta cuando vimos aquello. El departamento había sido hermoso, como quizá su dueña lo había sido en su ya muy lejana juventud. Había un faltante de maderitas justo frente a la entrada del baño. Eso se reparó rápida y fácilmente. Ya se iba apreciando la transformación. Las recámaras y la sala tenían duela verdadera. La cocina tenía mosaico verde pistacho en el suelo, suave y agradable. Después Rafael compró la madera, la cortó, la pulió y la pegó para hacer la banca del comedor. Mi padre solía tener planes y proyectos y así se quedaban. Rafael siempre los aterrizaba. Eso me gustaba. Puso un par de repisas sobre la pared de la esquina y compramos un par de sillas para el otro lado de la mesa. Mandó hacer una base de hierro al que le dio un tratamiento de patina para que se viera viejo y compró un enorme vidrio grueso y así quedó el comedor.
La cocina requirió de un refrigerador nuevo. Su hermana nos prestó una pequeña estufa medio mal trecha. Aprendí a no abrir la ventana tras haber visto de cerca la sonrisa maligna de una rata. Prefería prender el foco.
El cuarto del bebé quedó relegado por un tiempo. Mientras no llegara no urgía. Además iba a dormir con nosotros un buen rato. Todavía no teníamos ni cuna. No tenía caso mover nada.
Compramos un enorme ropero para la recámara. Usamos los cajones para la ropa y el espacio de en medio para la televisión. Por muy Decó que el edificio y la zona fueran, nosotros estábamos en 1994.
Lo último que decoramos fue la sala. No quise "una sala" fui y compré los sillones que me gustaron. Uno grande en el que cabían como cuatro personas era morado, de vini-piel y de lo más cómodo. El otro era como una hamaca rellena con una estructura de la que se colgaba y era para una persona. Y estaba la banca. La banca se la había robado Rafael de un parque y le había agregado bandas de madera a las patas de hierro forjado. Compramos un jarrón verde y los llenamos con alcatraces de papel. Nos regalaron macetas de hojas grandes y verdes. "Venenosas" insistía mi suegro. En lo que había sido "la chimenea" Rafael empotró una tabla gruesa y le acondicionó una luz. Más arriba empotró más tablones y fueron repisas-librero. Era mi espacio para trabajar. Ahí se fue a vivir mi máquina de escribir que se convirtió luego en mi primera PC. Me compré una silla de madera con asiento de paja y respaldo de colibrí chupando una flor. La ventana estaba a un lado y le entraba perfecta luz. La casa quedó lista una semana antes de que mi hija llegara al mundo.
miércoles, 3 de septiembre de 2014
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