lunes, 7 de julio de 2014

5.

Realmente disfrutaba mucho mi iniciación a la sexualidad. Con eso de que cada quien vivía con sus padres, nos la pasábamos de hotel en hotel por toda la ciudad, por Tlalpan, Viaducto y ya. En una ocasión, y nada ajeno a lo que después sería nuestra costumbre, y debido a nuestros genios intensos y desenfrenados, Rafael y yo nos peleamos y terminamos de una vez por todas con todo. Lo mandé al cuerno, él me mando, ya ni sé. Se acabó. Punto final.
Y entonces se murió la mamá de Darío, uno de los mejores amigos de Rafael. La fueron a enterrar al Panteón Dolores, cerca de mi casa, terriblemente cerca. Cuando aquél sábado, domingo, de enero de 1994 tocaron a medio día y bajé a abrir nunca esperé ver a un Rafael con los ojos llorosos y terriblemente arrepentido frente a mí y mucho menos recibir aquel abrazo como si al otro día se fuera a acabar el mundo. Se abalanzó sobre mí como un enorme oso que me fuera a comer, pero solo se sumergió en mí llorando y pidiéndome perdón. Yo no tenía la menor idea de lo que pasaba, solo recibía los abrazos, las caricias y los besos entre emocionada y sorprendida, esperando una explicación en cualquier momento. Y sí, subimos a mi casa y ahí en la puerta otra vez me abrazó y me besó. No recuerdo cómo acabamos en un hotel horrendo, gris y terriblemente triste de Tacubaya. La tristeza, la desesperación, el darse cuenta que no me quería perder, todo, se mezcló en un cocktail de deseo que requería satisfacción inmediata y por eso no buscamos más lejos.
Ahí dimos rienda suelta a una pasión que de por sí sentíamos, más la ausencia de días en los que habíamos estado enojados, más la desesperación que él sentía en ese momento. No llegamos ni a la cama. Fue salvaje. Tan salvaje y loco y desesperado estaba Rafael que no usó condón. Y yo estaba tan deseosa que no lo exigí, pero fue el sexo más maravilloso en toda mi vida. Fue tan espontáneo y sin pensar, que lo disfruté como nunca. En un momento sentí luces, divisiones, algo extraño y dulce y delicioso al mismo tiempo. Pasó.
En la semana me dediqué a lo que me dedicaba: daba clases en la mañana en el Colegio Preparatoria Córdoba entre semana, iba a clases de Crítica los miércoles en la tarde a la facultad, iba los sábados al IFAL a estudiar seis horas de francés y en mis tiempos libres hacía ejercicio constante. Pero de repente estaba muy cansada, me costaba trabajo concentrarme y empecé a engordar.
Una mañana mi madre me dijo con toda la autoridad, -Estás embarazada, ¿verdad?- y yo contesté más asqueada que indignada, -Claro que no. ¿De dónde sacas eso?
Yo no le ocultaba a mi madre mi vida. No la discutía con ella, pero no era hipócrita. Yo era liberada, estudiaba en la Facultad de Filosofía y Letras, había sido dos veces becada por el Seminario Interdisciplinario de Escritura Femenina y era de las estudiantes más brillantes y promisorias de la facultad, tenía un diploma con uno de los mejores promedios y estaba contemplada para irme becada a Inglaterra. El matrimonio no estaba en mis planes, mucho menos un bebé.
-Hace unos días que debías tener tu kuky y no te ha llegado.
En la familia le decimos kuky a lo que el resto del mundo le dice "la regla". Para mí "la regla" es algo extraño y foráneo. El caso es que llevaba días de retraso, cierto, pero nunca había sido regular, así que yo no le prestaba la menor atención. Me extrañaba y me molestaba que mi madre me llevara las cuentas de algo tan personal. Pero, resultó que tenía razón. En efecto, estaba embarazada. Le comenté a Rafael, compramos un indicador y no se marcó ligeramente, se marcó con decisión, en rosa magenta, pero bueno, esas cosas se equivocan. Necesitaba un ginecólogo. Para variar mi madre me consiguió uno que le habían recomendado mis eternas tías. Era un tipo antipático en el Hospital Inglés que tenía el consultorio decorado con cosas caras. Cuando llegué diciéndole cómo me sentía lo primero que me espetó, fue, -¡No, usted no se puede sentir así! O sea no. Lo odié. ¿Con qué confianza iba a poner mi vida, la de un bebé en sus manos? Lo mandé al cuerno.
Como buena feminista recurrí al periódico fem y busqué una ginecóloga que supiera de entrada cómo funciona y cómo siente el cuerpo de una mujer. La encontré más cerca de la casa de Rafael que de la mía. Su nombre me inspiró confianza, se llamaba, Adriana Pérez, como una de mis mejores amigas. Y en persona era un encanto. Su consultorio era modesto, pero limpio y amigable y cobraba según los ingresos de cada paciente. Me exploró, me hizo preguntas, hacía caras y finalmente sacó un indicador de apariencia más profesional que el que vendían en el supermercado, pero indicador al fin y al cabo. Me pidió que orinara en él y que si la cruz se pintaba siquiera ligeramente era que sí estaba embarazada. Me dijo, -Es lo único que falta para confirmar, todo parece indicar que sí.
No tardé mucho y cuando vi el indicador, de nuevo no se pintó ligeramente sino con intensidad. -No cabe duda-. Dijo la doctora, -Está embarazada.
El pavor me invadió, pero fingí que todo estaba bajo control y pregunté, -¿Y Ud. practica abortos?
Esta vez fue la doctora la que quiso controlar su terror ante mi pregunta y con calma me dijo, -No, yo no, aquí no. Si esa es su decisión, le sugiera buscar otro lugar, pero si decide conservar al bebé aquí le ofrecemos varias opciones.
Decidí buscar otro lugar.
Las amigas están en las buenas y en las malas. Una amiga me recomendó un médico que sí los practicaba. Lo fui a ver y me dijo cuánto cobraba. Rafael me había dicho que él me apoyaba en la decisión que yo tomara. Fue conmigo a ver a todos los doctores. Se propuso juntar el dinero. Cuando fuimos mi madre ya había amenazado al doctor y él me dijo que no pensaba realizar ninguna operación hasta que no la calmara. Hablé con mi madre, una de las mil veces que he hablado con ella al respecto para pedirle, rogarle, exigirle que no se metiera en mis asuntos, que había tomado mi decisión y que me dejara en paz. Aceptó.
Hice cita de nuevo y me la dieron en una semana. En esa semana aparecieron libros, artículos y mucho material de lectura en contra del aborto. Mi padre los había sembrado habilidosamente. Él sabía cómo llegarme. Leí todo y empecé a dudar de la certeza de mi decisión.
Llegó el día de la cita y esperé mi turno pacientemente. Como era un médico privado no recibían conforme ibas llegando, sino conforme te tocaba. Me recibieron a los cinco minutos que llegué. Me recibió el mismo doctor, más tranquilo y me pregunto si ya había decidido bien qué quería. Me senté muy derecha y le dije que sí, que traía el dinero y que estaba lista. Me dio una bata y me dijo que pasara a un pequeño vestidor a cambiarme. Me metí. El sito parecía un clóset. Era muy estrecho. Era color verde y había estantes grises y metálicos a la izquierda. No había ni un lugar para sentarse. Me quité la ropa, la doblé y la coloqué sobre un mueble que contenía cosas. Me puse la bata y de repente me quedé pensando. -¿Por qué creo que tengo derecho a tomar esta decisión? Hay tantas mujeres que no pueden concebir y yo con la mano en la cintura me deshago de este bebé. No, quiero tenerlo. Quiero tener al bebé, quiero saber quién se aferra tanto a esta vida. Me quité la bata, la doblé. Me volví a vestir y entré con el doctor que se quedó confundido. -No le pago nada. Le dije. -Me voy. Quiero a mi bebé. Lo siento. Y salí casi saltando. Le dije a Rafael que compraríamos la cuna con el dinero. Hoy en día, haciendo una reflexión, la verdad no sé si le dio gusto o lo fingió, pero su cara no fue de desagrado, retuvo su postura de apoyarme tomara la decisión que tomara.

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