viernes, 4 de julio de 2014

4.

Tenía que ser lejos de la probable mirada indiscreta de cualquier persona conocida. Rafael pasó por mí un día de fin de semana y nos fuimos en su carro. De repente ya no supe por dónde íbamos y hoy me cae el veinte de que siempre he sido excesivamente confiada, nunca, nunca, he desconfiado de nadie, nunca he creído que alguien me va a secuestrar o a dañar. El caso es que nos dirigimos hacia Cuernavaca. No llegamos hasta allá. Nos quedamos en un hotel de paso, de esos que están entrando en la carretera, en la parte cubierta de vegetación, como si fueran la parte de la mansión Díaz por donde salía el batimóvil. Casi no recuerdo el motel, pero entendí porque se llamaba motel. El automóvil entraba en un pequeño garaje debajo de un cuarto con una cama básicamente. Yo estaba toda tímida en aquél cuarto, y muy curiosa. Observaba la decoración y tomaba nota mental de todo aquello.
La colcha hacía juego con las cortinas sobrepuestas sobre otras cortinas más delgadas y diáfanas. (Me gusta esa palabra: "diáfana", le da un toque prístino a la narración de otro modo un tanto sórdido.) Era un estampado grande, de flores rojas y amarillas sobre fondo azul rey, muy ochentero, aunque ya estábamos a principios de los noventas. La atmósfera era cálida. La alfombra era mullida. La cama era enorme. Las ventanas también, de techo a piso, de pared a pared, pero perfectamente cubiertas. El clima era artificial, no era caliente ni frío, era agradable, como para no distraerse. Había un baño bonito, en porcelanato blanco, con muebles blancos, toallas blancas de muchos tamaños y unos pequeños jabones rosas muy sui generis. Había una jarra de agua y dos vasos dentro de botellas de plástico. Me serví agua y la tomé despacio. Me senté en la orilla de la cama. Golpeaba con mi botita el suelo en espera de algo. Observaba todo desde mi lugar y con el vaso en mis manos. Me había cortado el cabello como un muchacho, llevaba mis jeans, un sweater rojo sin mangas y con cuello de tortuga y una chamarra que mi hermano me había regalado en una Navidad. Nada sensual mi atuendo, más bien como si hubiera salido de clases. Rafael se acercó a mí en la cama. Me empezó a besar. Nunca he tenido problemas con eso. Siempre he disfrutado una buena sesión de besos y los labios gruesos de Rafael me gustaban mucho. Pero cuando empezó a mover la mano hacia otros territorios que permanecían dormidos en mi piel, me dio pavor. -No, no puedo-. Le dije aterrada. Fue comprensivo y no insistió, nos salimos a pesar de que había pagado lo que entonces -y creo que todavía hoy- era mucho dinero.
A la semana no salimos de la ciudad, fuimos a un hotel sobre viaducto, el OSLO. Entramos y no era tan bonito como el otro. Era más pequeño. Tenía los mismos jabones y aunque en menor escala, era básicamente lo mismo. Me pregunto si hay una clase en arquitectura y en decoración de interiores dedicada a hoteles de paso y moteles, se ve que siguen una línea, igual que las iglesias que se basan en una cruz y así. Rafael se sentó a mi lado, me empezó a besar y otra vez, al mover su mano lo quise detener. Entonces conocí lo que es la hormona fuerte de un hombre que ha estado aguantando mucho. -No, no me lo vuelves a hacer otra vez-. Me dijo con un dejo de violencia. Me asusté, pero con un grado de emoción. Y empezó la inauguración.
Al respecto había tenido experiencias, roces, fajes, intenseos, queveres, casi todo en ropa interior, pero me faltaba la definitiva. Iba por esa. Y entonces desee nunca haberme cortado el cabello. Quería tener una melena que sentir, con la cual cubrir. Pero bueno, me concentré. Me permití sentir y me permití más que gozar, no condenarme. Mi educación siempre fue mucho más allá de conservadora, mi madre era una ferviente protestante en un país dominado por el catolicismo, así que tenía que verse que en la familia sí respetábamos las enseñanzas bíblicas y por lo tanto todo era pecado y así era más fácil. Pero había tenido una maestra de psicología maravillosa que nos había dicho que el sexo era vida, que no era malo, que no era pecado. Digamos que me dio permiso. Y sentí, sentí y sentí. Y Dios, cómo sentí. Y fue glorioso y maravilloso y fuimos felices. Y entonces descubrí que yo me río. Otras gritan, otras se aferran con los puños a las sábanas, otras arañan, otras miran al cielo o bueno al techo, yo me río: es como si me hicieran muchas cosquillas. La felicidad es tanta que me río. Si no me río es que faltó. Y sé de las demás reacciones porque también las he tenido y las he visto en las películas o he leído de ellas. Y fue entonces que descubrí que me gustaba el sexo y mucho y quise dedicarme tiempo completo a saber todo de él. Rafael, estaba extasiado y dijo, -No le cuentes a nadie que no pude la segunda vez, tengo una reputación que cuidar.
-¿Bromeas? ¡No pienso contarle a nadie! Yo también tengo una reputación que cuidar.

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